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Mechones

Laura Santos

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a Fauna

Un piano, una casa con jardín, un verde, un pino, una azalea, un jazmín que fue un

gato. Una lluvia suave, una estrella federal que crece como árbol, seca.

Una rosa muy especial traída de no sé dónde. Híbrida de té, Kordes Perfecta.

Yuyos en los rincones, yuyos en las paredes.

Dulces y frutales. Álamos. Paredes anchas y frescas. Perros y bines de zapallo.

Una acequia que marca el perímetro.

Un fondo, un limonero, un gallinero, mi padre, un perro.

Pululo entre estos lugares y regiones hace años.

Una temporada aquí y otra allá.

Visito al gato-jazmín, a los bines o a mi padre.

Mi padre cerrajero, mi madre muerta.

Mi madre muerta, mi padre, mi padre.

Cuando los padres cuentan algo de tu “yo bebé” con emoción, conmovidos, te

conmueve también por años. Pero esa emoción crece en angustia quizás. Algo que

para ellos fue absoluta felicidad, a vos te angustia. Adosé ese recuerdo emotivo al

cuerpo pero es distinto para mi. Hay que entender: de viajar en la ruta sola, aprendí a

entender.

***

Hubo un viaje desorbitante en el que antes de llegar al lugar que visitaría encontré un

largo mechón de pelos. Pelos gruesos, alambrados, negros.

Tardé, pensé, me preocupé, curioseé. Me lo llevé. Investigué.

Después de días de no comprender, decidí volver a ese sitio. Y lo mismo, otro mechón

largo de pelos alambrados. Entonces, no continué con lo planeado y volví al mismo

lugar por varios días. De un punto a otro, vuelta al primer punto, vuelta al segundo y así

por semanas y siempre en el segundo lugar: mechones negros.

Plantas que se comen, pensé, cuántas especies hay que no conocemos y que me

alimentarían en este preciso momento. Qué poco sabemos del mundo.

En un futuro, sí insisto, ¿esos mechones podrían ser míos? Aunque me confundía lo

alambrado del asunto, su espesor.

Casi como trofeos en la pared los empecé a colgar, como un ramillete de orégano o

romero que uno ata y deja boca abajo para que se seque.

El punto exacto de los mechones era cerca de Piedra del águila o Casa de piedra. Sé

que son dos puntos bastante distantes entre sí en el mapa pero siempre me los

confundo. Si el primer punto era la chacra de los bines de zapallos -en el que hacía

base-, el segundo punto era el de los mechones. No era una distancia que se podía

hacer a cada rato y debía elegir el momento del día, porque tampoco daba lo mismo.

Entendí que si salía por la mañana temprano y llegaba durante el mediodía cuando el

sol raja la barda, nada pasaba, pero si salía cuando el sol te hierve, entrada la tarde,

encontraba lo que iba a buscar.

En contadas ocasiones observé el lugar, buscaba indicios que expliquen esta acción

reiterada. Recorrí, en otras oportunidades, todos los puntos cardinales, me trasladé

hacia uno, luego a otro, pero nada había cerca que llamara mi atención. Miraba

alrededor y no tenía nada de especial, excepto, claro por el detalle de los mechones.

Entonces, a manera de bitácora cronológica, deduje que si llegaba entre el mediodía

-en el que no había nada- y el comienzo de la tarde, debería encontrar a “ese” que

dejaba ahí lo que yo retiraba. Lo hice. Salía con diferencias de diez minutos, hasta

completar todas las opciones, pero nada sucedía en los intermedios entre el mediodía y

la tarde, era ridículo. Al final de la tarde ahí estaba eso que me enredaba en una

obsesión.

***

Ese verano decidí intempestivamente visitar a mi padre. Dejé el primer y el segundo

punto y viajé a un tercero. Cansada de no avanzar en mi investigación.

La cerrajería, el gallinero, la madre muerta.

Los pollos de ese gallinero visitaron mis sueños durante muchísimo tiempo.

En la cerrajería un foco de luz hacía brillar el polvo de bronce, los restos.

Restos, restos, restos. Mechones, mechones, restos de mechones. ¿De qué? ¿De

quién?

Al mostrárselos a mi padre. ¿Olvidé decir que viajé con ellos?

Viajé con los mechones, los separé con retazos de cuero que compré y, a manera de

muestrario, con ímpetu lo abrí.

“Finos”, dijo mi padre.

“¿Cómo finos? Alambrados y negros”, dije.

Pero finos, repitió mi padre.

Y ahí vi la sutileza, la sedosidad y la prolijidad del corte. Una mano delicada y plástica.

Esa misma noche inicié mi regreso.

Noche de manejo y pensamientos entrecortados como sueños rotos.

***

Quedarme una noche, no se me había ocurrido antes. Acampé, convencida.

La barda puede ser un lugar muy descorazonado. La noche puede ser increíblemente

inquietante. Toda la naturaleza habla en la noche en un lugar así. Es imposible que con

ese paisaje no suceda algo de un carácter distinto. ”Es perfecto”, pensé mil veces. Así

nos debemos haber sentido muchas veces, ahora lo que construimos ahoga ese

pasado. Somos un desastre de especie, no entendimos nada, pero nada. Estamos

liquidando todo, nos liquidamos. Una especie que se regula a sí misma con cizaña y

crueldad. Nunca antes visto, ninguna otra especie ni de plantas ni de animales, mata

por diversión. Nosotros sí. ¡Doy asco!

Mientras contemplaba esa perfección que me ofrecía la noche, iba y volvía de

pensamientos enojados hasta que dormida, soñé.

Olores frescos y colores saturados.

Vientos del sur y golpes de aire.

Muy temprano desperté, abrí la carpa, apenas amanecía. Una necesidad honesta hizo

que me acostara en la tierra, boca abajo, en cruz, con el cachete izquierdo apoyado y

ahí descansé. Los olores frescos y los colores saturados permanecían, me suspendían.

La naturaleza decide.

Apoyada con todo mi cuerpo en la tierra, percibo que algo se acerca. Dos patas

blancas están frente a mi. Temo levantar la cabeza, la duda es interrumpida por una

vibración intensa seguida de una lengua que moja mi pelo. Los músculos de mis ojos

se mueven de la curiosidad y una cabeza enorme de un lobo blanco respira sus dientes

a unos pocos centímetros de mi. La sensibilidad de los lobos está en la boca, en sus

dientes filosos, todo lo investigan masticando. Babea mis brazos y mastica mi ropa

suelta. Los pedazos de ripio tiemblan y se despegan de la tierra por la vibración que

comienza a ser cada vez más fuerte. Levanto más mi cabeza, el lobo ártico me está

mirando; sobre él, detrás en el horizonte, sobre la barda, una fila de miles de lobos

observan. Lloro en silencio, de emoción, de temor. ¿Algo tan hermosamente extraño

está sucediendo? ¿Un ser que vive a cincuenta grados bajo cero, me respira? Lloro

más fuerte, fuerte y hacia adentro. El lobo blanco, ártico, perfecto, hace lo esperado,

aúlla y me suenan todos los órganos. Los lobos de la barda lo siguen y de repente soy

testigo de ese canto aullado que deja mis huesos resonando, depositados en la tierra.

Me observa, me orina y avanza.

La vibración crece y los lobos de la barda comienzan a bajar lentamente para ir

acelerando su galope.

Lloro, es el fin.

La orina es marca.

Las manadas en velocidad me esquivan, como a un pozo en la tierra.

Un pequeño lobezno quedó atrás, cansado se sienta a mi lado. Me muerde los dedos.

Sus dientes finitos me lastiman. Observa a las manadas con distancia, se reposa en la

tierra. Su pelo es gris, ni negro, ni alambrado.

Edição 1

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Júlia Henning

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