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Prohibido prohibir 

Mauricio León

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Junto con mi esposa Isabel le regalamos con ilusión a Camila, nuestra hija quinceañera,
un libro de graffitis del Mayo del 68 parisino. Lo conseguimos en una feria de cosas
usadas, creímos que la ayudaría a conocer el pensamiento de otros países y de otros
momentos históricos.


Camila lo leyó por completo. Para ella fue una revelación. Nos sorprendió a su madre y
a mí al decirnos: «Ya no iré más al colegio». Desconcertados, intentamos persuadirla:
«Sin educación no tendrás un buen futuro», dijimos, pero Camila tenía los oídos sordos.
«Gracias a los exámenes y a los profesores el arribismo comienza a los seis años», nos
respondió con desdén. Pocos días después nos llamaron del colegio La Inmaculada para
decirnos que Camila no estaba asistiendo. La buscamos por todo Quito. Finalmente, la
encontramos vagando por las calles de La Concepción, replicando los graffitis del libro
en las paredes blancas de las casas de clase media alta.


La llevamos de vuelta a casa y quisimos imponer nuestra autoridad: «¡Mientras vivas
bajo este techo, cumplirás las reglas!», dijimos con firmeza, «¡Irás al colegio, quieras o
no!», pero fue inútil. Camila estaba decidida y nuestro mandato solo agravó la situación.
«Me voy», nos dijo, «ya no soporto vivir en esta prisión», nos lanzó con fuerza el libro,
azotó la puerta y se fue gritándonos: «¡Prohibido prohibir!». Isabel, que logró coger el
libro mientras este volaba por el aire, lloraba y le rogaba: «No te vayas, mi amor,
quédate». Mi reacción, en cambio, solo fue responder a su grito con otro más fuerte:
«¡Si te vas, olvídate de regresar a esta casa!». Durante un tiempo se hospedó en un
cuarto exterior, que quedaba en el patio y que lo usábamos como bodega. Isabel leía el
libro para tratar de entenderla y conversaba con ella cuando le llevaba la comida.
Camila iba al colegio a regañadientes hasta que un día desapareció. Se llevó su ropa en
una maleta y nos dejó una nota: «La libertad comienza con una prohibición».


No volvimos a saber de nuestra hija. La buscamos donde cada una de sus amigas, pero
nunca nos dieron algún indicio. Isabel leyó y releyó el libro, esperando descubrir el
porqué de la decisión de Camila. No perdía la esperanza de que ella volviera. «Seamos
realistas, imaginemos lo imposible», solía decirme, lanzándome una mirada que cada
vez se volvió más fría y acusadora. Yo siempre la rehuía y miraba hacia otro lado, hasta
que un día me harté. «Imaginar lo imposible, no es realista», le dije, «ya no quiero que vuelvas a recordármela». Tras la discusión, Isabel decidió abandonarme. «Prohibido
prohibir», me dijo y me lanzó el libro de graffitis. Intenté atraparlo en el aire como lo
hizo Isabel en su momento, pero cayó al suelo.


No supe más de las dos, tampoco pensaba mucho en ellas, el orgullo me empujaba a
borrarlas de la memoria. El libro lo guardé por años en un cajón. Me había olvidado de
su existencia hasta que un día lo encontré por casualidad cuando buscaba una
herramienta para hacer algunos arreglos en la casa. Lo saqué del cajón y lo abrí en una
página al azar. Allí había la fotografía de un graffitti que me hizo meditar en todo lo que
había pasado: «Un pensamiento que se estanca es un pensamiento que se pudre». Desde
entonces reanudé la búsqueda de las dos mujeres que más amaba, solo quería saber si
estaban bien y pedirles perdón. Las he buscado sin éxito por cada calle, he leído cada
graffitti escrito en las paredes de la ciudad. «Seamos realistas, imaginemos lo
imposible», me he repetido una y otra vez para darme ánimo y no olvidarlas
nuevamente.

Edição 4

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