
Tomar agua de la montaña es un éxtasis
Flora

Cual cabra en las montañas me agarré ampollas y urticarias. Acaso una planta no habitual o un insecto ínfimo, invisible, no importa. Alguien quiso dibujarme pero ya era tarde y nos mostramos nuestros cuadernos. Por atrás de mi hombro, el otro observaba con interés reservado. Me habló de Giordano Bruno. Lo escudriñé por detrás de las estrellas de sus labios. La aparición de un puma desató el humor en el refugio y trajeron papeles impresos que explicaban qué hacer en caso de un encuentro fortuito y desafortunado.
Salto de piedra en piedra por los arroyos, monto a caballo los grandes troncos caídos que debo sortear buscando las señales de colores en los árboles. Descanso la pelvis en los troncos. Diviso las marcas a lo lejos y compongo el camino antes de caminarlo como uniendo puntos en la página. A veces son dibujitos sobre la tapa de una lata de conservas. Hay hasta un barco con velas. A cada rato me sobresaltan ramalazos de un blend aromático que no logro descifrar. Me detengo a escuchar el ruido del agua que recojo en el hueco de mi mano. Tomo agua a grandes sorbos, me mojo la cara, hundo las manos para agarrar cuanto puedo. Derramarme quisiera en el agua, irme blanda, resuelta, briosa. Tomar agua de la montaña es un éxtasis. Así, hago durar el agua de la botella. Almuerzo pasas de uva con maní, banana, pan con paté o tortas fritas con mermelada de rosa mosqueta. Entre los árboles cerrados nadie corta leña: anonadada, descubro que es el taladro del pájaro carpintero. En otra parte resuenan bramidos contra un anillo de rocas. Abajo, sobre la laguna quieta y barrosa que me esconde los pies, reposan los patos. Prosigo. Cuando el pensamiento se me vuela me digo “Ryokan, ¡atención! ¡Presencia!”. Entonces soy un monje zen solitario que vaga munido de su bastón de caña seca.
Desde el lago más alto emprendo la bajada por un camino ancho y concurrido, esa suerte de avenida principal por donde transitan familias enteras que van a pasar el día en los pozones con sus heladeritas, grupos de chabones ruidosos y lastimosamente varoniles, parejitas, amigas que escuchan a Shakira. Uso mi agilidad de cabra para dejar el gregarismo atrás. Las pisadas se hunden en el colchón de polvo que se te pega a los tobillos que luego habrá que cepillar con jabón La Perdiz que según dicen es mejor porque es más amarronado, porque, si no, no sale. Mientras tanto, arriba, mi baño se compone de dos chapuzones rápidos en alguna masa de agua helada cada vez que es posible y me le animo. Planeo, a mi regreso a la ciudad, dibujar chucaos, colihues, coihues, alerzales, un mañu macho, chaquetas amarillas, una trucha con pintitas bajo una sombra turquesa, un grupo de bandurrias, como las que vi a la vera de la ruta, a la salida del pueblo. Colgando del bosque oscurecido, una mutisia calla con desmesura tu nombre.
Adivino el día y salgo al aire fresco para tomar mate, rodeada de bichos, donde el sol quema primero. Una gallina montaraz picotea el papel metalizado de la manteca. La gata se apoltrona en mis piernas. La perra Luna me pone en evidencia con sus festivos ladridos. Donde el terreno desciende, los manzanos me entregan sus frutos ácidos y verdes que tomo del piso. En ocasiones lavo mi ropa con una sopapa prendida a un palo de escoba; después vuelvo a llenar los baldes con agua para que las ovejas puedan beber.
Me regocijo en la potencia de ser este cuerpo recio y tenaz. ¡Qué mío es este modo silvestre! Quiero la sagrada materia, su vigor, su fuerza, su realismo. Quiero la vida cortante de la masa de agua, de la montaña que intimida, del viento feroz que empuja en la cima, del sudor a gotas enteras bajo el sol inclemente en una picada extraviada y resbalosa. Del amor deshecho y rehecho en tu abrazo de retamas encendidas.