
AKALAKÜI
Atala Uriana

Cuando tenía ocho años, tía Kosiita, me refirió una historia, porque mi mamá ya no soportaba mis travesuras. Siempre andaba corriendo, saltando, subiéndome a los árboles, no sentía temor ante nada, ni a la oscuridad.
En vacaciones escolares, mamá nos llevaba al pueblo donde nació y creció, hasta que se casó y mi papá la llevó a la ciudad. Allí disfrutaba mucho, me divertía con los niños más o menos de mi edad.
A pesar que no hablábamos el mismo idioma, compartíamos los juegos y casi siempre era correr por los médanos, eso me encantaba, la arena tibia y deslizarme desde los más altos hasta llegar abajo, lo hacía con los ojos cerrados para que no me cayera la arena. Esto y subirme a los árboles era lo que más molestaba a mi mamá.
Tía Kosiita, menor que mi mamá, era la maestra del caserío. Una noche me llamó y me dijo: — Voy a contarte lo que un día me dijo mi mamá. Aquí en los pequeños bosques viven unos seres muy pequeños, feos y peludos. No se les veían los ojos por los pelos que caían sobre ellos. No hablaban y emitían unos gruñidos cuando hacían maldades a las personas que estuvieran en el bosque en las noches. Las mamás no permitían que los niños corrieran y subieran a los árboles en las noches, eran fácil de esconderse por su tamaño y no se veían bien en la oscuridad. Además tenían los piés y manos muy grandes con uñas larguísimas, con las que rasgaban las piernas de los niños o adultos que atraparan. Asi que no vuelvas a jugar en las noches sobre los médanos y menos correr y subirte a los árboles. Porque en cualquier momento te pueden atrapar.
Desde ese día no volví a jugar de noche, solo iba al fogón donde la abuela Sawer, preparaba una deliciosa bebida de maíz con leche. Allí miraba hacia afuera y creía ver uñas muy largas que salían de entre las sombras. Entonces no miraba eso sino las llamaradas de los palos de leña donde cocinaba la abuela.
De pronto sentí un miedo terrible porque veía las uñas en las afiladas llamas que movía el viento.
Dormía con mi tía y mi abuela, porque al apagar el candil pensaba que me rasgaban las piernas los Akalaküi, que así se llamaban.
Ya no quería pasar las vacaciones escolares en el pueblo de mi familia materna, tenía terror a la oscuridad, cualquier figura de luz con sombra era ver a esos seres horribles. Esa sensación terrible, ese miedo a esos seres repugnantes marcó mi niñez, adolescencia y parte de mi adultez.
Cuando tenía veinticinco años, ya graduada de estudio universitario fui enviada en mi primer trabajo a supervisar las escuelas del sector indígena, correspondiente varias de ellas al lugar del pueblo de mis abuelos.
Aún, no existía electricidad en esos caseríos más lejanos. Allí me recibieron con mucho cariño las docentes y tuve aproximadamente dos semanas para levantar un informe de dichas escuelas, un día hubo una oscuridad muy espesa, además mucho calor.
La brisa se había detenido y era imposible conciliar el sueño.
Una de esa docente llamada Bartolina. Fue mi anfitriona, inclusive dormíamos en la misma habitación cada una, por supuesto, en nuestras respectivas hamacas.
Bartolina sugirió ir a otra parte de la casa que era fabricada a la usanza antigua, techo de palma y paredes de barro. Inmediatamente respondí: No, prefiero quedarme aquí con el calor insoportable. Ella no insistió al hablar de esa posibilidad para conciliar el sueño, mire hacia las habitaciones y no pude ver nada. Inmediatamente vino a mi mente los horribles Akalaküi.
Decidí acostumbrarme a ese insoportable calor y coloque una cobija debajo de mi cabeza y tomé los flecos de la hamaca y lo crucé, me tapé toda. Al rato Bartolina me dijo: buenas noches profesora, que tenga un buen descanso. Igualmente para ti le respondí y seguí pensando en los Akalaküi, y de pronto sentí en mi espalda como si unas uñas estaban rasgándome, me quedé en silencio, no me moví. Pero como seguí sintiendo esas uñas afiladas uñas hablé a Bartolina:
— Estás despierta?
— Sí, profesora dígame.
— Yo siento en mi espalda como si me hincaran con alfileres o con filosos cuchillos.
— Bueno, profesora, déjeme ir al cuarto contiguo a buscar una linterna que tiene mi mamá.
Cuando sentí que se levantó, le dije:
— Espérame no quiero quedarme sola.
— Sí es rápido ya vuelvo.
— No, yo te acompaño. — respondí.
— Profesora, no se ve nada, yo tengo que pegarme a la pared. E irme deslizando hasta llegar a la puerta del otro cuarto.
Respondí levantándome al mismo tiempo:
— No yo voy contigo.
— Bueno profesora, deme la mano.
Al tanteo unimos nuestras manos y así llegamos en la pared y llegamos a la puerta. Ella habló a su mamá y le entregó la linterna. Inmediatamente ella la encendió. Así llegamos de nuevo a nuestro dormitorio y Bartolina me dice:
— Profesora tome su hamaca por ambos lados y la abre bien, para que vea que no hay nada que le pueda hacer daño.
Al abrir la hamaca con la luz de la linterna vi un grandísimo ciempiés, la luz hacía brillar su piel escamada de color rojo grisáceo. Me quedé muda.
Bartolina me dice:
— Profesora tome la chinela y le dá un golpe fuerte, que yo alumbro.
Cuando le di fuertemente con la chinela, solo di a una parte de la hamaca y este animal no sé a dónde fue a parar. Allí fue peor para mí. Ahora no quería dormir en esa hamaca, ni en ese lugar.
Al otro día mientras desayunábamos, pregunté a la mamá de Bartolina:
— Señora Dolorita, usted sabe de los Akalaküi?
— Claro que sí, muchos no creen especialmente está juventud, que ahora que salen de fiesta y a bailar y llegan muy tarde a sus casas, casi amaneciendo. Yo recuerdo a un primo mío muy simpático y agradable, respetuoso y muy obediente. Pero dió la casualidad que se enamoró de una linda muchacha, de buena familia, que vivía exactamente frente a un pequeño bosque y él visitaba todas las tardes. Salía muy elegante con su hermoso caballo. Su mamá le decía siempre:
— Hijito, no salgas muy tarde, recuerda pasar el bosque aún de día, recuerda a los Akalaküi.
— Sí mamá, siempre vengo temprano — y así salió un día mientras la mamá, lo miraba entrar al bosque. Un día la novia le dijo cuando ya montaba su caballo para marcharse:
— Espera un poco que ya está casi un dulce para que le lleves a tu mamá y así tú también puedes probarlo.
Él le respondió:
— Ya está oscureciendo y ella se preocupa mucho.
La novia término de envasar el dulce y ya era oscuro. Él salió rápidamente apurando el caballo y entró al bosque. Cuando iba por la mitad sintió que alguien se montó sobre el caballo y este se para en dos patas. Se oyeron unos gruñidos y mucho de esos seres lo tumbaron del caballo y comenzaron a introducir las uñas por cualquier orificio de su cuerpo.
Se oyeron lastimeros gritos y fueron escuchados por unos cazadores, pensaron en los Akalaküi y llevándose por los desgarradores gritos lo ubicaron.
Hicieron disparos y lo vieron en el suelo bañado en sangre. Lo llevaron a su casa, donde su madre y demás familiares, cuando lo reconocieron comenzaron a llorar creyéndolo muerto.
Los cazadores dijeron:
— Está vivo, pero gravemente herido.
Su mamá mandó por la sanadora del caserío. Ella lo vió y dijo:
— No va a morir, pero no va a volver a hablar.
Así quedó siempre mirando en dirección a la casa de su novia, llorando por el ojo bueno, que le quedó. Un día atardeciendo murió, mirando hacia el bosque.
Esta historia fue el complemento que quizás mi tía Kosiita no quiso contarme por mi edad.
Ese mismo día pedí me enviarán a la ciudad, menos mal faltaban dos escuela por visitar.
Nunca podré olvidar esta historia de mi gente Wayuu, al visitarlos y llegue la noche. Los Akalaküi siguen rondando los recuerdos de mi niñéz.
Wayuu: pueblo originario, ubicado entre Venezuela y Colombia. Es el más numeroso y reconocido.