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dos accidentes

Martín Pomter

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Desde la orilla en la que estábamos con Viviana, yo me entretenía mirando al otro lado mientras ella tomaba sol, semidormida. A esa altura, el Reconquista es poco más que un ancho arroyo correntoso. Podía ver todo como si estuviese en un cine: un par de domingueros jugaban a la pelota; otros terminaban su almuerzo; algún que otro rezagado recién llegaba al predio… docenas y docenas de personas. Entre los típicos grupos del domingo, bandadas de nenes y nenas correteaban alegres, gritando y chillando, unos animalitos recién liberados de sus jaulas. 

Volví la mirada hacia nuestra orilla. Estábamos nosotros dos solos, Viviana y yo; a unos metros de nosotros había quedado estacionado el auto. Este lado del río, pelado, sin árboles; el pasto corto, salvaje. Y el sol sobre el capó, el mismo sol que pintaba el agua. Viviana desparramándose ahora bronceador en las largas piernas torneadas. Se había despabilado un poco, noté entonces; se había sentado y, estirándose como un gato, se masajeaba la crema. Tal vez recuperaba algo de su gracia natural con aquel gesto. 

Por alguna razón —la cercanía del lugar, qué sé yo—, se me vino a la mente lo de la noche aquella, lo de la vuelta en colectivo.

— ¿Te conté? —le dije a Viviana. 

 

— ¿Qué? 

 

— Si alguna vez te conté de —

 

— Creo que no — me interrumpió, pero sin interés, antes de que yo completara la frase. El bronceador le iluminaba la piel. Centelleaba.

 

— Si ya te conté, te decía, lo que me pasó cuando trabajaba hasta tarde, cuando volvía en colectivo a casa de noche. Yo tendría… no sé, ¿veintipico?

 

— Ah… — la escuché decir en un suspiro, aunque no es que me estuviese contestando a mí. No le interesaba otra cosa que tomar sol. ¡Qué me importaba! Le conté la historia, igual; ella era como un objeto más en el paisaje.

 

— Pasando el Puente Cascallares, antes del cruce —empecé a hablar, aunque monologaba—, a la derecha de la calle sólo hay monte tupido: son unas seis o siete cuadras de nada. A la izquierda de la calle, un descampado. Nada de nada, ese trecho. Y el colectivo iba vacío, como todas las noches a esa hora. Sentado en el segundo asiento, charlaba con el chofer; hablábamos de fútbol y cosas así… Era nuestra rutina ya. La rutina de la última vuelta.

 

Viviana se giró hacia mí ahora. Me observaba como si no creyera que yo estaba ahí; se la veía como adormilada: tenía los ojos un poco rojos, no sé si del sol o por el porro que nos fumamos antes de salir del departamento. Yo seguí contándole, aunque sabía que era como si estuviera hablando solo:

 

— La chica se atravesó de repente. Ni para frenar hubo tiempo. Nos bajamos desesperados, pero no encontramos a nadie: ningún cuerpo, nadie lastimado. Cuando subimos, todavía muy alterados, nos sentamos. Al mirar atrás, vimos que ella estaba sentada, observándonos fijo, en el último asiento.

 

Me corrió un frío por la espalda, como cada vez que lo contaba. Viviana, por otro lado, nada: me echó un último vistazo, esta vez largamente, pero enseguida volvió a lo suyo. No sé si no me registró, o si en verdad no le importaba nada. ¿Pero no tiene ya suficiente bronceador?, pensé yo cuando vi que se puso más crema en la mano y que siguió enchastrándose toda. Era como si yo le hubiese estado hablando a la pared.

 

Miré entonces, nuevamente, al otro lado del río.

 

Ahí fue que vi al pibe aquel. Parecía estar buscando no sé qué entre las raíces sumergidas de los grandes sauces que alineaban la orilla de enfrente. Ajeno a las risas y los juegos de los otros en tierra, estaba solo, hasta el cuello en el agua fangosa. Noté que se sumergía y salía. Varias veces: debajo del agua, encima del agua; debajo del agua, encima del agua, una y otra, y otra vez. Mi atención se fijó en el chico ese, que retozaba en el río marrón. Sus largos bucles rubios desaparecían en el agua para, enseguida, después de unos segundos, volver a emerger. Debajo… encima. Debajo… encima. Yo veía su cabecita empapada; luego no veía nada; después, su cabecita otra vez. Se sumergía y salía; se metía bajo el agua y salía; se metía, salía… se metía y salía… se metía y salía… se metía y… y… ¡Eh!, ¿dónde está? No lo vi más. Ya no volvió a aparecer en la superficie.

 

Me tiré al agua y nadé como loco. No me costó mucho llegar al otro lado. Ni bien estuve cerca de la orilla, tomé aire y me sumergí. Buceando a ciegas, iba tanteando el barro del borde, los troncos sumergidos, las cuevas de los bagres, las muchas raíces que a menudo se enredaban entre mis manos. De repente, me quedé helado: creí haber tocado lo que parecía una pierna lampiña y suave. Estaba inmóvil, tiesa ya: un bulto terrible e inerte. 

 

Parado allí mismo en donde el nene había estado antes, me quedé mirando a toda esa gente que seguía con sus vidas. Me sentía aturdido. 

 

Habrán pasado un par de minutos, supongo, en los que estuve así, abrumado por lo que sentía era una derrota irrevocable. ¿Qué hacer? Muy, muy despacio, en la cámara lenta de cada brazada, nadé de vuelta. Cuanto más me acercaba a nuestra orilla, el cuerpo se me hacía más y más pesado. ¡Tardé tanto en llegar a donde esperaba Viviana! Ahí estaba ella, tirada sobre su toalla como si nada: pasiva como un lagarto de sangre fría al sol; en su mundo, nada grave había sucedido. La miré. Yo estaba empapado; ella, untada en crema, brillaba un poco más que antes, creí yo. Me dio, no sé… bronca (pero, ahora que lo pienso, qué culpa tenía ella, ¿no?), bronca por toda aquella cosa inevitable y permanente, por ese algo denso que yo sabía nos rodeaba…y ella tan pancha. No le dije nada más que “Nos vamos. Ya”. Sin preguntar nada, acostumbrada a que la manden, ella simplemente empezó a juntar sus pocas cosas —los puchos y su encendedor; una remera, sus short lila— y enfiló para el auto. Abrió la puerta sin llave y entró. El ruido de esa puerta cerrándose, aunque no fue fuerte, aun sin ser violento, quedó en el aire. 

 

Antes de subirme al auto yo, escuché los gritos al otro lado del riachuelo: “¡Maurito!”, alguien gritaba, “¡Maurito!”… “¿Adónde se metió éste?” escuché que preguntó alguien, el tono entrecortado, la angustia… “¡Maurito!”, clamó de nuevo una voz ya más alterada, una mujer que ahora preguntó, cargada de lo que reconocí como fatalidad: “¿Nadie vio a mi hijo?”

 

Arranqué el motor. Pisé fuerte y rabioso el acelerador, y manejé lo más lejos, lo más rápido posible. Esta vez me cuidé de no mirar hacia atrás.

Número 7

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