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Los chicos no lloran

Juan Pablo Rodríguez H.

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Era inevitable: uno de los dos tenía que morir al final. Así lo pensaba Juan sentado en la escalera que daba al laboratorio de cómputo, sólo así podría remediarse esa obsesión. Para un puberto que apenas había tomado consciencia de que la muerte es algo que le sucede a todos, y no sólo al perro de tu infancia o las abuelas que apenas podían moverse: le parecía la opción más interesante. No mudarse a otro estado por el trabajo de uno de sus padres, o a otra escuela, o simplemente olvidarlo. En el recreo lo veía jugar el fucho desde la escalera y sabía que uno de los dos tenía que morir y el otro quedar perpetuamente sólo. Estaba escrito.

Aunque en realidad, ya estaban solos desde el inicio, sólo así se podría contar esta historia. Juan se había mudado a esa secundaria luego de un desafortunado incremento de violencia en la anterior y había llegado a inicios del segundo año. Pese a los esfuerzos de los profesores, y el salón en general, no hablaba con nadie como forma de rebeldía personal. Esperaba que si sus padres recibían suficientes reportes de su conducta, podría regresar a la opción anterior donde estaban sus amigos que había empezado a olvidar. Mientras tanto, pasaba sus días en las computadoras de la escuela descubriendo álbumes que cantaran sobre su melodramático humor puberto. 

Por otra parte, a Diego le fastidiaba estudiar en esa escuela desde maternal. Durante nueve años había visto crecer a todos sus compañeros: desde que se cagaban en su uniforme luego de la siesta de la tarde, hasta que platicaban con quién se la habían jalado el día anterior (Arantza obviamente). Fue alrededor de quinto de primaria, cuando Ramón contagió a todo el grupo de gripa porque se le ocurrió irse de vacaciones de Navidad a Toluca, y que sólo podían hablar por mensaje, se dió cuenta que ya estaba harto de ellos. De verles la jeta todos los días y escuchar cómo se iban rotando morras entre ellos, hasta tener las mismas babas todos. 

Para esta historia, resultó milagro que chocaran un día y Diego tirara los libros de Juan, de otra forma no habría nada que contar. El primero se le quedó viendo al segundo pensando que no había visto a ese wey antes, y fue tanta la ruptura de su rutina diaria, que decidió no mentarle la madre y ayudarle. Por su parte, Juan sólo trataba de esconder su erección porque había podido tocar el objeto de su deseo. Así comenzaron a hablar. 

La primera mentira que Diego le dijo a Juan es que obviamente sabía quiénes eran The Smiths, aunque en su vida había escuchado ese nombre y en ese momento el grupo 3 “A” estaba pasando por una extraña obsesión con Kalimba. En su casa intentaba escuchar aquel grupo que le habían presentado y su música se le hacía bastante triste como para escucharla. A Juan esto no le importaba. Normalmente pensaba si debía hacer huelga a su huelga personal durante un tiempo y acoplarse, o pensar en cuál de los dos moriría primero. La apuesta que llevaba en ese momento era que él: el más rebelde es el que muere primero en las películas. 

Desde entonces, a la salida de la escuela aprovechaban los quince minutos que les quedaban antes de recogerlos para ir a la biblioteca y sentarse en una de las computadoras de hasta el final y, con los audífonos blancos de Juan, ver videos de oscuros grupos de rock alternativo y canciones pegajosas de pop. 

Como pensaba Juan, en este punto de su historia, algo debía salir mal y, para efectos prácticos, vamos a darle la razón. El grupo 3 “A” empezó a esparcir el rumor que Juan había volteado a su amigo y ahora se la pasaban mariconeando al final de clases en la biblioteca. El efecto inmediato de este chisme fue que, en las tardeadas regulares de los viernes, Diego ya no le pudiera meter mano al sostén de Aranza, para luego dejar de ser invitado por las mamás de sus compañeros y, eventualmente, tener una conversación muy seria con sus padres sobre el chisme si era gay (obviamente no, ¿qué les pasa?). 

Afortunadamente para nuestra historia, no dejaron de hablar. Los dos escondían sus celulares hasta la noche, cuando discutían sus opiniones sobre los discos de música que habían quedado de escuchar esa tarde, o algún video de Youtube que había sacado su canal favorito. A Diego le encantaba ver las grabaciones del videojuego de bloques del momento y a Juan, leer fanfics sobre cómo sus streamers favoritos tenían una relación secreta en una escuela privada. Esto obviamente no lo compartía con Diego, aunque siempre lo imaginaba a él al leerlos.

Fue el pendejo de Ramón el que entró a la biblioteca y sacó a madrazos a Juan. Ese día habían escuchado Tocando fondo (obviamente de Diego) y Boys don’t cry (una concesión de Juan porque sabía que Diego amaba esa canción). El grupo había decidido que no era suficiente castrar socialmente a Diego, también tenían que madrearse a su novio para que lo dejara en paz. Por eso habían sacado a Juan y ya lo iban a empezar a madrear cuando Diego salió a preguntarles qué chingados estaban haciendo. Los demás le gritaban que si ya iba a defender a su novio a lo que Diego, al fin, entendió la situación: lo podía defender y ahora sí quedarse sin hablarle a nadie hasta que se saliera de esa escuela, o dejar que se madrearan a Juan. Ni tuvo que decidir pues vocearon que habían llegado por él y se fue. 

La siguiente canción que hubieran escuchado juntos, hubiera sido Friday I’m in Love donde Juan se iba a agarrar los huevos para decirle a Diego que se había enculado de él y andaba viviendo una historia de fantasía donde nadie moría. El final de esta historia debería ilusionarnos, pero Juan sabía desde el inicio que alguno debía morir. Por eso, cuando se subió al carro con la frente abierta y le preguntaban qué había pasado, sólo pensaba que no le había enseñado la canción. Ya no podía enseñarle canciones, y creía que tal vez le hubiera gustado. Ahora ya no había nada qué hacer, sólo ir a que le pusieran puntadas y ahora sí cambiarlo de escuela.  

No volvieron a hablar. 

Edição 2

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