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Palomillas en la casa
Luviana Re

En esta familia se heredan recuerdos y fantasmas. Padre siempre fue uno de ellos. Quizá, el inicio de su esencia nebulosa y desvaída fue un acto pequeño, casi trivial. Tras el divorcio, Madre recortó el espacio que él ocupaba en todas las fotografías de los álbumes familiares. Apenas dejó indicios de su ropa, fragmentos de un brazo, de una mano, de cabellos negros desdibujados que, a partir de ese momento, se volvieron anónimos. Un gran hueco se apoderó de su lugar. Y con el tiempo, él mismo se convertiría en uno.
Lo cierto es que, aun cuando vivía, sólo se materializaba algunas noches con llamadas a deshoras. Madre nos levantaba para escucharlo. Adormilados oíamos a lo lejos su voz alcohólica mascullando cuánto nos quería, cuánto nos extrañaba.
Cuando te conviertes en coleccionista de fantasmas heredados, sabes que se construyen con recuerdos ajenos. Con las repeticiones de anécdotas, de canciones atravesadas por risas y añoranzas que no te pertenecen. Se cuentan tantas veces que terminan por ser un poco tuyos.
Pero de Padre nunca supe mucho. No cosas concretas. Como su fecha de cumpleaños. Su sabor de helado favorito. O su edad.
La noche en que murió, mi celular registró veinte llamadas perdidas. Supe que algo no estaba bien. Mi familia, discreta y silenciosa, férrea partidaria del nomadeo individual, únicamente habla en emergencias.
Un vestido rojo para el duelo. Eso pensé cuando Hermano bramó «muerto» en el celular. Y la ausencia de Padre, antes maleable y porosa, ahora definitiva y contundente, me alcanzó en el restaurante donde estaba cenando. Con un vestido rojo. Con un pretendiente. Mientras Hermano anunciaba que el velorio comenzaría en un par de horas.
Rojo. Absolutamente inapropiado. Inapropiado aunque vayas a contemplar la concreción de una desaparición varios años trazada, varios años retrasada. Llevé un vestido negro.
Qué extraño fue estar velándolo. Qué rídiculo somos cuado llega la muerte. Pareciera que estamos ahí y, sin embargo, ya no estamos. Apenas trozos de carne desgastados que los demás moverán con poco cuidado. Cuando me acerqué no pude reconocer su rostro en el ataúd.
Por la tarde me escribió un amigo. Había soñado conmigo: yo llevaba un vestido negro y caminaba sola por una vereda empedrada. Él iba detrás, pero por alguna razón no me hablaba. Me veía caminar en silencio. Es curioso cuando el mundo onírico y el de la vigilia se encuentran. Me gusta pensar que existen atajos, horas, quizá lugares, que los unen y uno, por error, se adentra en ellos. Entonces nos encontramos en la misma madrugada en diferentes puntos: mi amigo durmiendo y yo con mi vestido negro en el velorio de mi padre.
Días antes, la casa se llenó de palomillas. Esas pequeñas mariposas nocturnas, hechas de polvo y de tristeza, que aman la luz hasta incinerarse en ella.


